July 09, 2020
Source: Bigstock
The new cultural revolution vandalizing the streets is completely misinformed and has the faint whiff of extremist fanaticism. Its aim is to divide and fracture Western society, where individualism was born, where there is respect for the development of personal freedom over the traditions (and oppressions) of an ethnic, political, or religious group.
The (apocryphal?) Voltairean “I don’t agree with you, but I will defend with my life your right to say it,” so fashionable in the illustrated salons, is today in a downward spiral. Of course, not all opinions are respectable, but that is what the inspiring bar is for, where—unlike a political rally—you talk, drink, and argue with people who are not obliged to think the same way.
But censorship is back with a big vendetta in mind, and the gurus of political correctness try to dictate what we say, what books we read, what movies we watch, and even which god we worship. And, of course, they’re enemies of the bar and historically they’re several drinks behind. That’s why they’re so hysterical.
Like fanatics of all times, today’s fans are also intolerant, puritanical, and humorless. They are much like the nothing that they preach, for they have nothing new to offer.
It is an international revolution that has been forged for decades in the university offices of professors as mediocre as they are hypocritical, who yearn for the times when communism was the opium of certain intellectuals. Their nihilistic message is supported by the public dissemination of actors, singers and sport figures—whom they secretly despise because they lack intellectual prominence. But they use them to spread their mental masturbation, while threatening the journalists who don’t swallow their bullshit demands.
But among their mediocre ranks there are no truly great writers, historians, philosophers, or artists. The chaotic message of hate that these pseudo-progressives propagate goes against the civilization that defends the most rights. Their cultural base is tiny, but they demand absolute commitment (a kind of slavery) while insulting those who criticize them.
Thus, the new intelligentsia is revolutionizing the Western world with a historical and iconoclastic vindictiveneness. Legions of angry people with a genetic victim complex fight their vital boredom by taking violence to the streets, knocking down statues with the illusion of winning wars buried centuries ago that they never studied.
The manipulation is crude and contrary to common sense, but terribly crushing and tiring. In Spain, where today we have a socialist government with communist partners (a sober delirium tremens!), public television broadcasts the funeral of the murdered George Floyd, but not the funeral mass in Madrid for the thousands of victims of the virus. (Since it was a Catholic ceremony, in the Almudena Cathedral and with the presence of the king, that does not fit in with the new ideology they want to force us to swallow.)
The new pseudo–cultural revolution, as it is proposed, makes no sense. But culture was never their objective; they just use it—in its lowest form—as a social springboard. True culture is considered elitist, and that is why they want to burn it down or break its back in the rice fields.
Do they have a chance of winning? I don’t think so. They are too corny and hypocritical. That’s why people will get tired of the PC dictatorship. But so far they have managed to lower the political debate (which was difficult), diminish freedom of expression, corner ideas, and intimidate part of the art world.
For all those bitter pseudo-intellectuals compromised with the totalitarian nightmare, I advise more Groucho and less Karl.
(The article in its original Spanish immediately follows.)
Más Groucho y Menos Karl
La nueva revolución cultural que vandaliza las calles es muy poco culta y tiene mucho de fanatismo extremista. Su objetivo es dividir y crispar la sociedad occidental donde nace el individualismo, donde existe un respeto al desarrollo de la libertad personal por encima de las tradiciones (y opresiones) de un grupo étnico, político o religioso.
El (¿apócrifo?) volteriano “No estoy de acuerdo con usted, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo”, tan de moda en los salones ilustrados, está hoy de capa caída. Por supuesto que no todas las opiniones son respetables, pero para eso está la inspiradora barra del bar, donde –al contrario que en un mitin político— conversas, bebes y discutes con gente que no está obligada a pensar de la misma forma.
Pero la censura ha regresado con ánimo de vendetta y los gurús de lo políticamente correcto pretenden dictarnos qué decir, qué libros leer, qué películas ver y hasta qué dios adorar. Y, por supuesto, son enemigos del bar e históricamente llevan muchos tragos de retraso. Por eso son tan histéricos.
Como los fanáticos de todas las épocas, los de ahora también son intolerantes, puritanos y carecen de sentido del humor. Se parecen mucho a la nada que predican, pues nada nuevo que sea bueno tienen que ofrecer.
Es una revolución internacional que lleva décadas fraguándose en despachos universitarios de profesores tan mediocres como hipócritas, los cuales añoran los tiempos en que el comunismo era el opio de algunos intelectuales. Su mensaje nihilista se apoya en la difusión pública de algunos actores, cantantes o deportistas, a los que secretamente desprecian porque carecen de relieve intelectual. Pero se sirven de ellos para propagar su paja mental, mientras amenazan a los periodistas que nos les bailan el agua.
Pero entre sus mediocres filas no hay escritores, historiadores, filósofos o artistas verdaderamente grandes. El caótico mensaje de odio que propagan estos progres enemigos del progreso va contra la civilización que más derechos y libertades defiende. Su base cultural es ínfima, pero exigen el compromiso absoluto (una especie de esclavitud) mientras insultan a los que les critican.
Así las cosas, la nueva intelligentsia revoluciona la calle con un revanchismo histórico e iconoclasta. Legiones de indignados con complejo de víctima genética combaten su aburrimiento vital llevando la violencia a la calle, derriban estatuas con la ilusión de vencer guerras enterradas hace siglos que jamás estudiaron.
La manipulación es burda y contraria al sentido común, pero terriblemente machacona y cansina. En España, donde hoy tenemos un gobierno socialista con socios comunistas (¡un sobrio delirium tremens!), la televisión pública retransmitió el funeral del asesinado George Floyd, pero no la misa funeral en Madrid por las miles de víctimas del virus. Como era una ceremonia católica, en la catedral de La Almudena y con la presencia del Rey, pues eso no casa con la nueva ideología que quieren hacernos tragar.
La nueva revolución pseudocultural, tal y como está planteada, no tiene sentido. Pero la cultura nunca fue su objetivo, tan solo la emplean –en su forma más baja—como un trampolín social. A la verdadera cultura la consideran elitista y por eso quieren quemarla o romper su espalda en los campos de arroz.
¿Tienen opciones de ganar? No lo creo. Son demasiado cursis y demasiado hipócritas. Por eso acabarán cansando. Pero de momento ya han conseguido rebajar el debate político (lo cual era difícil), disminuir la libertad de expresión, acorralar las ideas y amedrentar a parte del mundo del arte.
Para tanto amargado pseudo-intelectual comprometido con la pesadilla totalitarista, yo aconsejaría más Groucho y menos Karl.