January 02, 2020
Source: Bigstock
(The article in its original Spanish immediately follows.)
The great tenor Giuseppe Di Stefano was once asked by a journalist: “Maestro, why do you smoke so many cigars?” To this impertinence Di Stefano responded with genius: “My dear signorina, that is because I am not a singer who smokes; I am a smoker who sings.” Franz Liszt thought that a musician should smoke. And he was trekking from Vienna to Cordoba in his horse cart with a humidor of 500 cigars. And what about Daniel Barenboim, who learned to smoke with Arthur Rubinstein? The great Argentine pianist and conductor, being a virtuous teenager, went to visit the Polish genius. Rubinstein was a bon vivant, and he offered the young man a Montecristo and a glass of brandy. Barenboim says that he doesn’t remember what they talked about, but he had a great time.
Austria was, perhaps because of its great musical culture and sparkling leggerezza, one of the oases where private property was respected and you could smoke in bars and restaurants. But recently it has succumbed to the new age totalitarianism that prohibits holy smoke. It’s awful! What will be next? Will they ban croissants as something politically incorrect because they represent the Christian victory over the Ottoman Empire?
These social experiments are dangerous. It is revealing to see how, in the United States, there was never so much cirrhosis as during Prohibition. People threw themselves at the adulterated spirit of gangsters. And the natives of Long Island, to dissimulate, invented that blessed drink, the Long Island Iced Tea. It contained vodka, gin, white rum, Cointreau, lime juice, and a splash of Coke to acquire the color of the infusion. The result is delicious and as swift as Tyson’s punch.
Beyond the anticlimax vapers, the inveterate Austrian smokers will have to invent something new. Sigmund Freud would smoke a cigar on the couch to wield a new sexual theory where bureaucrats are bent on screwing society by treating adults like schoolchildren.
By the way, Barenboim conducted a great New Year’s concert while smoking his Hoyo de Monterrey. I met him in Vienna while I, from a buggy, in the great company of Helene d’Stanville, sang à la Richard Tauber “Wien, Wien, nur du allein.” The maestro frowned at my bellowing, but then smiled with tolerance when he discovered my tobacco. Then I greeted him in Argentine Spanish: “Che, pibe, qué bravo que eres!”
I have always rejected the insistent invitations to attend the traditional New Year’s concert, because I know that in case of achieving the feat of being punctual at such an untimely hour, my alcoholic effluvia would spread to the musicians and I would end up dancing a polka with the conductor of the orchestra. But my doubts are over, because they don’t let me smoke my tobacco in the bar.
Waltzes have a cheerful lightness that puts one in a good mood. They are like an opiate with a golden grape flavor that comes from the China of Europe (this is how the damned poet Gérard de Nerval referred to Austria). They are passionate in such a way that, until recently, there were midwives attending to parturient women in Viennese dance halls.
So I listen to the concert at my house, smoking the fragrant double corona of Partagás Lusitania. For breakfast I have a bottle of champagne and make a toast to Europe regaining its respect for individual freedom.
Happy New Year!
Holy Smoke
Al gran tenor Giuseppe di Stefano una periodista le preguntó: “Pero maestro, con su voz maravillosa ¿por qué fuma usted tantos puros?”. A tal impertinencia Di Stefano respondió con genialidad: “Porque yo, querida signorina, no soy un cantante que fuma, soy un fumador que canta”. Franz Liszt opinaba que un músico debe fumar. Y marchaba de Viena a Córdoba en su coche de caballos con un humificador de 500 puros habanos. Y qué decir de Daniel Barenboim, quien aprendió a fumar con el gran Arthur Rubinstein. El pianista y director argentino, siendo un virtuoso adolescente, fue a visitar al genio polaco. Este se entusiasmó tanto con la conversación, que le ofreció un torpedo de Montecristo y una copa de coñac. Cuenta Barenboim que no recuerda de qué hablaron, pero que lo pasó estupendamente.
Austria era, tal vez por su gran cultura musical y chispeante leggerezza, uno de los últimos oasis donde se respetaba la propiedad privada y se podía fumar en bares y restaurantes. Pero recientemente ha sucumbido al totalitarismo new age que prohíbe el holy smoke. ¡Es terrible! ¿Qué será lo próximo? ¿Prohibirán el croissant como algo políticamente incorrecto porque representa la victoria cristiana sobre el Imperio Otomano?
Estos experimentos sociales son peligrosos. Es revelador comprobar cómo, en Estados Unidos, nunca hubo tanto enfermo de cirrosis como cuando ensayaron la terrible Ley Seca. La gente se lanzaba a por el alcohol adulterado de los gánsteres. Y los indígenas de Long Island, para disimular, se inventaron ese bendito simulacro: el Long Island Ice Tea. Contenía vodka, ginebra, ron blanco, cointreau, zumo de lima y un chorrito de coca cola para adquirir el color de la infusión. El resultado es delicioso y tan mortífero como un directo de Tyson.
Más allá de los horribles vapeadores algo tendrán que inventarse los empedernidos fumadores austriacos. Sigmund Freud se fumaría un puro en el diván para esgrimir una nueva teoría sexual: los burócratas están empeñados en joder la sociedad y tratan a los adultos como a niños de colegio.
Por cierto que Barenboim dirigió un estupendo concierto de año nuevo mientras fumaba sus Hoyo de Monterrey. Me lo encontré en Viena mientras yo, desde una calesa, en la estupenda compañía de Ellen d´Stanville, cantaba a lo Richard Tauber Wien, Wien, nur du allein. El maestro frunció una ceja ante mis berridos, pero luego sonrió con tolerancia al descubrir mi tabaco. Entonces lo saludé en español argentino: “¡Che, pibe, qué bravo que eres!”
Siempre he rechazado las insistentes invitaciones para acudir al tradicional Concierto de Año Nuevo, pues sé, que en caso de lograr la hazaña de ser puntual a hora tan intempestiva, mis efluvios alcohólicos se contagiarían a los músicos y acabaría bailando una polka con el director de orquesta. Pero se acabaron mis dudas, pues ya no me dejan fumar mi tabaco en el bar.
Los valses tienen una alegre ligereza que pone de buen humor. Son como un opiáceo con sabor a uva dorada que viene de la China de Europa (así se refería el poeta maldito Gerard de Nerval a la frívola Austria). Apasionan de tal forma que, hasta hace poco, había comadronas en los salones de baile vieneses, porque las mujeres encinta hacían aguas mientras daban cósmicas vueltas.
Así que escucho el concierto en mi casa, fumando la fragante doble corona de Partagás Lusitania. Desayuno una botella de champagne y brindo para que Europa recupere su respeto por la libertad individual.
¡Feliz Año Nuevo!